Quisiera empezar
una vida de cero. Sin bolsos a cuestas ni maletas pesadas llenas de ropas,
zapatos y objetos que demandan con apuro mi completa y absoluta atención. Sin
apuro, caminar y brincar como esa vez que tropecé con el toro, sin temor ni preocupación
más que hacer eso: brincar. Sí, brincar y tararear una canción sin letra añeja
y pegajosa de la radio. Andar en mis patines de Barbie y romperme las rodillas
de alegría, porque sí, cada mancha oscura que poseo en mis rodillas no son más
que eso: felicidad y alegría. Saltar el elástico de pantys anudadas, y llegar
bien alto, sin tocarlos y anotar un punto. Tirar los tazos de los caballeros
del zodiaco y darlos vuelta, coleccionar esquelas con aroma a frutilla
sintética pasosa y guardarlas en albumes de fotos –pero antes sacarle todas las fotos a escondidas–. Juntar envoltorios de masticables y hacer montones
que se voltean con un golpe de palma. Hubiera querido jugar más al luche con
delantales cuadrillé azul con blanco y tener migas duras y resecas de pan
amasado con mantequilla en los bolsillos. Jugar a las polcas en el árbol viejo
y ahuecado del patio del colegio. Con los dedos hacer esqueletos de pescados
con las hojas del castaño y guardarlas en los cuadernos. Saborear nuevamente las
galletas de nata de mi amiga Gloria. Incluso quisiera volver a odiar la amarra
cruel de mi moño inmóvil y asfixiado,
por los colet con monitos de los pitufos. Quisiera volver y cuidar mucho más
mis labiales brillantes que tiré por la ventana hacia la casa de la
vecina.
Me encantaría haber hecho más niñitos envueltos con acerrín y hojas y pasto.
Haberme bañado más veces en el tambor con agua caliente del sol, haber comido
más frambuesas del patio, haberme puesto más pétalos de flores en las uñas.
Haber recogido más cerezas y haberle cortado más veces el pelo a mi padre, haberle
pintado aun más las uñas a mi madre. Y volver a pintarlas. Y volver a pintar
(las). […]